enero 30, 2008

Un fragmentito de Las buenas conciencias

Helo aquí: de regular estatura, pelo castaño y cada día más ralo, boca apretada y color bilioso, con las mejillas colgándole desde los duros párpados: ojos pequeños y severos, rostro escrupulosamente afeitado, y un empaque de solemne celebridad. Sentencioso, dado a invocar reglas morales a cada instante y a llevarse la mano al chaleco con gesto imperial. Trajes conservadores y un tanto anticuados, dientes postizos, anteojos bifocales para leer. Si durante un largo período debió sacrificar su beatería religiosa a la necesidad política, cuando pudo declararse en público "creyente" reparó con creces los años perdidos. Las palabras "católico" y "gente bien" volvieron a sonar, con sinonimia, desde sus labios apretados. Y pudo, de esta manera, volver a conciliar, con profunda satisfacción, sus intereses mundanos con su retórica religiosa. "La propiedad privada es, decididamente, un postulado de la razón divina", "En México, la gente decente tiene la obligación de custodiar la educación, la moral y la actividad económica de un pueblo tan atrasado como el nuestro", "La familia y la religión son los tesoros del hombre": tales eran sus máximas más frecuentes y felices. Individuo de horas exactas, no toleraba la impuntualidad, las conversaciones frívolas o la mínima alteración de las costumbres por él establecidas. Debía tenérsele el baño caliente a las siete y media, y a las ocho un huevo pasado, durantes tres exactos minutos, por agua; debía tendérsele sobre la cama la ropa lavada de la semana para que personalmente la contara y diera su visto bueno a la dosis de almidón de los cuellos; debía encauzarse la conversación, en su presencia, hacia temas de interés familiar que le brindasen la oportunidad para formular una sentencia; la familia debía rezar el rosario a las seis de la tarde y vestir de negro para ir el domingo a misa. Pero por encima de todo, nadie debía contradecirlo y todos debían acatarlo. Y así sucedió, en efecto, durante mucho tiempo. El índice levantado del Balcárcel era signo de autoridad definitiva. Cada noche, el buen hombre podía meterse entre las sábanas acompañado de los periódicos -su única lectura- y de un sentimiento infinito de razón, reposo y autoridad.

Carlos Fuentes, Las buenas conciencias.

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