abril 27, 2008

Oscuridad, tercera parte.

¿Has sentido la soledad que quema? No es como la soledad que apacigua. Mucho menos como la soledad que se disfruta y dibuja una sonrisa en la cara. Ésta, de la que hablo, es una soledad destructiva, maligna. Te hace pensar en las miles de cosas que no deberías pensar, te hace sentir las miles de cosas que no deberías sentir. Te hace, cuando menos, desear la muerte. Me refiero a esa soledad. La soledad que, en una vida normal, uno difícilmente siente, hasta que uno se halla en el borde. David estaba en ese mismo borde.

La advertencia de mensaje en su teléfono celular le había causado una emoción particular, combinada de terror y éxtasis. No era un simple miedo y una común dicha; eran terror y éxtasis. Sin embargo, la vida, burlona como es, le había tendida una mala jugada. Con esa combinación de emociones, sostuvo con fuerza el aparato y leyó el mensaje: un mensaje automático con una oferta de la compañía telefónica. ¡Estupideces del mundo! En el momento de mayor zozobra, la mercadotecnia seguía sin parar. De repente, vino a su mente la idea: “Si en estas condiciones, el mundo sigue en alguna parte, quiere decir que no estoy solo. Si todavía hay alguien mandando estos mensajes, el mundo sigue en alguna parte. Las máquinas no se manejan solas, hay alguien programándolas; el mundo sigue en alguna parte.” Entonces, revisó. La hora de envío del mensaje fueron las siete con cincuenta y cinco. Otra vez, el mundo seguía, pero siempre antes de la hora maldita de las ocho de la noche de hace dos días.

¿Dos días ya? Dos días de alucinaciones y temores. Dos días de esa soledad que quemaba. David decidió salir. Ahí, en la vieja casona, sólo le quedaba el augurio de la inanición eventual. Había perdido todo sentido de la precaución desde hace un tiempo. De alguna forma, aquella casona era su santuario, pero un santuario insuficiente. Sólo era un refugio temporal. Afuera había todo un mundo solo, pero basto, que había de explorarse en búsqueda de esperanza. Se dirigió a la cocina aquella mañana. Tomó de los estantes todo aquello que era útil y servible. El refrigerador despedía un olor terrible, después de dos días sin energía eléctrica. Tomó tres botellas de agua y una docena de latas de diferentes alimentos. Los metió en su vieja mochila, la misma que lo acompañaba desde la preparatoria en su estado natal. En ese momento, escuchó ruidos en el jardín de la vieja casona.

Aquella mochila... Tantos recuerdos... En su ciudad natal, dejó amigos, familia, novia. Nunca pensó en lo tanto que los quería, en lo tanto que los necesitaba, hasta ahora. Muy posiblemente, ya no existían. En esta catástrofe, pensaba David, sólo él, por algún designio que intentaba entender, se había salvado. Quizás había un motivo. Tenía que descubrir ese motivo. Su vieja mochila. En la misma en que llevaba sus cuadernos de estudio. En la misma que cargó los regalos para su novia y esas primeras cartas de amor. En la misma en que puso su ropa cada que salió a acampar con los amigos a los campos cercanos a su ciudad natal. Ahora, esa mochila era un instrumento de apoyo y salvación.

David temió lo peor. Se agazapó en la cocina, en un rincón, tras una alacena. Tenía miedo, pero más curiosidad. Los mismos gruñidos que había escuchado antes, sólo que esta vez era uno nada más y se conjuntaba con ruidos más conocidos: ladridos desesperados, un perro. Siguió escuchando. Pensó en asomarse por la ventana de la cocina, que daba al jardín, pero se contuvo. En ese momento, un quejido de dolor lanzó el perro y se hizo el silencio, tras unos ruidos que asemejaban masticar. Cerró los ojos y respiró quedamente. El sudor cubría todo su cuerpo. Había estado abrazando con fuerza su mochila, buscando la seguridad que le hacía falta. En eso, escuchó el azote del portón. Aquello había salido de la vieja casona.

Con temor, recogió su mochila y la puso en sus hombros. Finalmente, se asomó por la ventana y observó movimiento en los arbustos. Era algo pequeño. Definitivamente, no era aquello a lo que temía. En las cercanías, yacía el cuerpo del perro sin cabeza y rodeado por un charco de sangre. Salió rápidamente, sin voltear a ver el cadáver canino, se dirigió a los arbustos. Un pequeño cachorro temeroso, respiraba con rapidez y abría los ojos con miedo. David lo tomó y lo abrazó como nunca lo había hecho con ser vivo alguno, acercándolo a su cara y acariciándolo. Le dio de comer de una lata de pollo. El pequeño cachorro recuperó la tranquilidad. David decidió salir huyendo cuanto antes, al recordar que aquellas cosas siempre volvían por los restos de lo que habían dejado.

Mientras caminaba por las calles de lo que alguna vez fue una ciudad agitada, habitada por millones de personas, David recordó que justo ese día sería la cita con su amigo. En la plaza de San Jacinto, a las cinco de la tarde. Eran las doce del día. Pensó que, ya que no iba a ningún lado, mejor sería caminar con rumbo. Enfiló hacia la plaza. El entorno seguía siendo terriblemente gris, pero él caminaba con cautela y sin detenerse por las avenidas de la ciudad. Le parecía mucho más seguro caminar por los lugares más amplios, que por las calles, y así lo hizo. No se topó con una sola alma en el camino. El pequeño cachorro lo seguía con lealtad y, cuando se cansaba, David lo cargaba por un rato.

Eventualmente llegaron a una gasolinera cercana a la plaza de San Jacinto. Ahí se detuvo por unos minutos. Esa fue su tercera parada en el día para descansar. Sólo unas cuadras lo separaban de su destino final, de ahí tendría que ingeniárselas. Había pensado caminar hacia Ciudad Universitaria y buscar en su facultad. ¿Buscar qué? Lo que fuera. Y de ahí, caminar hasta su casa. Le daba risa siquiera pensarlo. ¿Lo lograría? ¿Qué más daba? Cerró los ojos y pensó en su casa. Una casa típica provinciana. Los olores delicados del campo y la simpleza de la vida rural. Escuchó ruidos nuevamente. Algo acechaba. Empezó a derramar lágrimas de impotencia, pero no se quebró. Se limpió con la manga de su camisa y levantó al cachorro. Se puso detrás de un despachador de gasolina y de reojo vio las inmensas sombras que se asomaban detrás de los automóviles abandonados en la avenida. Lo habían estado observando, quizás desde mucho antes que él se diera cuenta. Dio unos pasos hacia atrás. Dejó al cachorro en una jardinera, bien escondido, y le dijo: “No sé si sea mejor dejarte aquí, pero tendrás una oportunidad. No salgas hasta más al rato. Suerte.” Si el perro lo entendiera, nadie lo sabrá, pero David se lo dijo con el corazón en la mano.

Echó a correr. Como nunca en su vida. Agitadísimo. Solo. Imperturbable. Sólo era él y la firme convicción de correr sin parar. Su mente estaba en blanco. Quería llegar a la plaza. Era su objetivo. Seguro ahí estaba su amigo y algo se les ocurriría entre los dos. Tropezó en el empedrado. Sintió un fuerte golpe en la cara y el codo. Consciente de que no podía más, se arrodilló ahí donde cayó y cerró los ojos con fuerza. Sintió la respiración de ellos por la espalda, uno se quedó ahí y el otro lo empezó a rondar. Escuchó más bufidos y gruñidos por la calle. De repente, más ruidos y más ruidos. Todo era una vorágine alrededor. Respiró profundo. Sintió la respiración de los dos primeros más cerca y pudo percibir el aliento de uno de ellos sobre su rostro. Apretó más y más los ojos. Lo había intentado, pero los héroes sólo salen en las películas. Un lágrima rodó por su mejilla. Oscuridad eterna.

FIN.

Jerr. Abril 27, 2008.

1 comentario:

Osvaldo Antonius dijo...

Muy bueno mi buen Jerr, caos y seres de otro mundo en nuestra propia ciudad y nada del estilo Hollywoodense!!! me gusto!