La historia política de México ha estado marcada por la presencia constante de liderazgos políticos fuertes frente a las instituciones. Al margen de los esfuerzos de la “historia de bronce” por fomentar las figuras de villanos y héroes en la historia nacional, creo que es evidente la presencia de sujetos preponderantes en los procesos políticos de nuestro país e instituciones que se han visto rebasadas por éstos. Así, en la historia reciente de México se puede observar en el fuerte presidencialismo del sistema de partido hegemónico una clara evidencia de esto. No sólo está la institución sino todos los ritos y valoraciones que surgieron en torno a la figura presidencial: una institución paternalista que grandes sectores de la población consideraron capaz de todo. Incluso, hay quienes se aventuran hasta la época prehispánica para fundamentar los arreglos políticos “personalistas” en la figura del tlatoani[1]. Ejemplos históricos no faltan. Está la dictadura porfirista. También la época de los caudillos revolucionarios. Pedro Salmerón, historiador especializado en la época revolucionaria, dice que “[t]omando como base la tipología weberiana de la dominación carismática, varios estudiosos han analizado las dos formas más comunes que ésta asumió en México en los siglos XIX y XX, la del ‘caudillo’ y la del ‘cacique’.”[2]Cuando Plutarco Elías Calles, habló de pasar del “país de caudillos a un país de instituciones”, la intención era precisamente que los personalismos políticos dejaran de ser el punto medular de la institución[3]. La historia fue distinta. Innegablemente adheridos a una institución que no les permitía prolongar su tiempo en el poder más allá de los seis años legales, las figuras políticas dominantes hallaron cobijo en el fuerte presidencialismo del sistema de partido hegemónico[4].
Abril 17, 2008.
[1] Dice Roger Bartra, por ejemplo, que “la crítica al autoritarismo político ha buscado en el antiguo tlatoaninahua el origen del presidencialismo”; Roger Bartra, “Oficio Mexicano”, en Fango sobre la Democracia, Textos polémicos sobre la transición mexicana. Editorial Planeta, México, 2007, p. 184.
[2] Pedro Salmerón, Aarón Sáenz Garza: Militar, diplomático, político, empresario. Miguel Ángel Porrúa, México, 2001, p. 137.
[3] Pedro Salmerón dice: “Someter a los caudillos y los caciques al poder central significaba hacer pasar al país de la política personalista (caudillesca) a la institucional, o dicho en términos de Max Weber, de la dominación carismática, a la dominación legal.” En Pedro Salmerón, op. cit., p. 136. Aunque, por otro lado, Javier Garciadiego es muy claro cuando menciona que “la Revolución fue hecha, al menos discursivamente, para erradicar las dictaduras de nuestra historia.” (Las cursivas son mías). En Javier Garciadiego, “'Particularidades' históricas mexicanas”, Estudios, No. 80, Vol. V, ITAM, México, 2007, p. 69. Y es que, en los hechos, el “personalismo” presente en la institución presidencial (si bien no puede ser considerado una dictadura) fue el mantenimiento, de alguna manera, del liderazgo político personalista.
[4] Al respecto, Enrique Krauze habla de una “rutinización del carisma” como legitimación del nuevo Estado posrevolucionario; Enrique Krauze, La presidencia imperial. Tusquets, México, 2002, p. 32.
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