abril 17, 2008

Algunas impresiones sobre la cultura del personalismo político en México

Como varios de ustedes saben, una de mis líneas de investigación en la Ciencia Política ha sido la cultura política en México. Específicamente, la cultura del liderazgo político y la forma en que los mexicanos tendemos a glorificar a las personas, buscando -me atrevo a decir- "prohombres" en toda personalidad política. En la obra de Weber, este gran autor ya había mencionado, entre las posibles formas de dominación, la "carismática", esa que ocurre cuando se le atribuyen facultades a los individuos por ciertas características particulares. En palabras de Weber, esta legitimidad se sustenta en que el político es “alguien quien está internamente ‘llamado’ a ser conductor de hombres”. En la historia mexicana hay varios elementos que así pueden confirmarlo, salvo una etapa en la que sí hubo movimientos ideológicos predominantes sobre las personas (como lo fue la etapa de consolidación del México independiente en el siglo XIX, aunque ciertamente tiene sus asegunes), en general, los personajes han imperado sobre ideas y proyectos.

Quizás sea muy pretencioso, pero citaré un recuento histórico que hice en un artículo, que me parece un buen resumen del argumento histórico del que aquí les hablo:

La historia política de México ha estado marcada por la presencia constante de liderazgos políticos fuertes frente a las instituciones. Al margen de los esfuerzos de la “historia de bronce” por fomentar las figuras de villanos y héroes en la historia nacional, creo que es evidente la presencia de sujetos preponderantes en los procesos políticos de nuestro país e instituciones que se han visto rebasadas por éstos. Así, en la historia reciente de México se puede observar en el fuerte presidencialismo del sistema de partido hegemónico una clara evidencia de esto. No sólo está la institución sino todos los ritos y valoraciones que surgieron en torno a la figura presidencial: una institución paternalista que grandes sectores de la población consideraron capaz de todo. Incluso, hay quienes se aventuran hasta la época prehispánica para fundamentar los arreglos políticos “personalistas” en la figura del tlatoani[1]. Ejemplos históricos no faltan. Está la dictadura porfirista. También la época de los caudillos revolucionarios. Pedro Salmerón, historiador especializado en la época revolucionaria, dice que “[t]omando como base la tipología weberiana de la dominación carismática, varios estudiosos han analizado las dos formas más comunes que ésta asumió en México en los siglos XIX y XX, la del ‘caudillo’ y la del ‘cacique’.”[2]Cuando Plutarco Elías Calles, habló de pasar del “país de caudillos a un país de instituciones”, la intención era precisamente que los personalismos políticos dejaran de ser el punto medular de la institución[3]. La historia fue distinta. Innegablemente adheridos a una institución que no les permitía prolongar su tiempo en el poder más allá de los seis años legales, las figuras políticas dominantes hallaron cobijo en el fuerte presidencialismo del sistema de partido hegemónico[4].

Sin entrar en más detalles para no alargar un post que sólo pretende manifestar algunas impresiones, debemos notar la preponderancia de los personalismos en el escenario político mexicano. Por ejemplo, incluso en el PAN, supuestamente el más institucionalizado de los partidos, han habido "caudillos" como Gómez Morín, Clouthier y Fox. Ni qué decir del PRD y sus dos grandes "caudillos", Cuauhtémoc Cardénas, quien explotaría el llamado "carisma de situación", y Andrés Manuel López Obrador. El PRI y su cultura entorno al hombre fuerte, el Presidente, y toda la parafernalia al conocerse la candidatura del próximo presidente cada seis años. De hecho, un mecanismo esencial de la renovación del sistema era, precisamente, ése. Dado que el proyecto -en teoría- era el mismo, era necesario renovarlo vía la persona ejerciendo el cargo. La proyección del nuevo "prohombre" en la Presidencia y la "ruptura para la continuidad" era un mecanismo que permitía la subsistencia del PRI, pues de otra forma podía esperarse "más de lo mismo". Es decir, se generaba una especie de "ilusión de cambio".

También, hay que notar que, a partir de la Revolución, las corrientes se definieron por las personas: villistas, carrancistas, obregonistas, cardenistas, alemanistas, salinistas, colosistas, foxistas, pejistas. A diferencia de lo anterior, que habían sido: científicos, liberales, conservadores, centralistas, federalistas. Incluso estas definiciones y conceptualizaciones deben notarse como parte de una acendrada cultura política mexicana posrevolucionaria.

Tengo, por otra parte, la impresión que todo esto puede ser parte de una naturaleza intrínseca al ser humano, que busca relacionar los eventos en su entorno con cosas familiares. Sería como la religión, una necesidad humana de "antropomorfizar" los sucesos y fenómenos para familiarizarse con ellos. Todo esto bajo la clara y evidente idea de la identidad. El humano siempre busca identidad, formar parte de un grupo, asumirse dentro de la colectividad. Existir coexistiendo. Desde luego, esto se aleja de cualquier inquietud politológica y, más bien, raya en inquietud antropológica, incluso filosófica.

He aquí algunas impresiones que me surgen sobre ese tema enmarcado por la cultura del personalismo político en México. Por supuesto, este tema es el background de mi trabajo de tesis: El impacto de candidatos sobre el partidismo. Cuyo argumento es básicamente una dimensión político-electoral del ámbito mayor del que solté algunas ideas por acá. Sigo convencido, como lo mencioné en un post anterior, que el orden politológico es el siguiente: "la cultura subyace a todo el entramado institucional (o 'preferencias congeladas', llámenlas como gusten), que puede reflejar la estructura social vigente o no (intentando, entonces, moldearla a su gusto, lo cual no necesariamente ocurrirá), para finalmente dar una arena (o marco de 'certidumbre') para el juego de los actores políticos."

Jerr.
Abril 17, 2008.


[1] Dice Roger Bartra, por ejemplo, que “la crítica al autoritarismo político ha buscado en el antiguo tlatoaninahua el origen del presidencialismo”; Roger Bartra, “Oficio Mexicano”, en Fango sobre la Democracia, Textos polémicos sobre la transición mexicana. Editorial Planeta, México, 2007, p. 184.

[2] Pedro Salmerón, Aarón Sáenz Garza: Militar, diplomático, político, empresario. Miguel Ángel Porrúa, México, 2001, p. 137.

[3] Pedro Salmerón dice: “Someter a los caudillos y los caciques al poder central significaba hacer pasar al país de la política personalista (caudillesca) a la institucional, o dicho en términos de Max Weber, de la dominación carismática, a la dominación legal.” En Pedro Salmerón, op. cit., p. 136. Aunque, por otro lado, Javier Garciadiego es muy claro cuando menciona que “la Revolución fue hecha, al menos discursivamente, para erradicar las dictaduras de nuestra historia.” (Las cursivas son mías). En Javier Garciadiego, “'Particularidades' históricas mexicanas”, Estudios, No. 80, Vol. V, ITAM, México, 2007, p. 69. Y es que, en los hechos, el “personalismo” presente en la institución presidencial (si bien no puede ser considerado una dictadura) fue el mantenimiento, de alguna manera, del liderazgo político personalista.

[4] Al respecto, Enrique Krauze habla de una “rutinización del carisma” como legitimación del nuevo Estado posrevolucionario; Enrique Krauze, La presidencia imperial. Tusquets, México, 2002, p. 32.

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