abril 13, 2008

Oscuridad, segunda parte.

La noche era absoluta. David sintió una enorme pesadez en sus hombros, pero siguió su camino con particular entereza. Llegó a la vieja casona. Estaba impávida y tétricamente serena. Se decidió a entrar. Más valía temprano que tarde. Dentro esperaban las respuestas a sus tantas preguntas. La casa, por algún motivo, ya no parecía la misma. Las cosas habían cambiado. Aquella vieja casona, donde había llegado desde hace un tiempo a vivir por necesidad, donde había conocido a mucha gente, algunos agradables y otros lejanos, ahora estaba perdida en el limbo de un mundo que desaparece. La casa estaba limpia: limpia de aquellos cuerpos que había dejado al salir de ahí; limpia de cualquier señal de los horrores ahí vividos. La respiración de David era acelerada. Al pie de la escalera, el charco de sangre había secado. Aquellos habían venido y, para incrementar el miedo de David, se llevaron los cuerpos de quienes habían asesinado. No pensó más en ello. De hecho, avanzó sin precaución hacia su recámara, donde su computadora portátil aún yacía en el mismo lugar donde la dejó. Tenía, al parecer, la batería necesaria para encenderla y buscar respuestas en el vasto universo de la red.

Tomó la computadora y se sentó en su cama. Inició sin problema alguno y él sintió una extraña emoción. Rápidamente se dispuso a buscar en las páginas de periódicos y noticias. Nada. No había respuestas. Las últimas actualizaciones noticiosas nunca marcaron más de las siete con cincuenta y cinco. David maldijo lo intangible. ¿De qué carajo servía el tiempo real en la red, si, en el momento de mayor necesidad, no había una actualización pertinente? Revisó su correo electrónico. Quizás eso funcionase. En el último correo recibido, yacía la dirección de la cita con su amigo: Plaza de San Jacinto, cinco de la tarde, en un par de días. Ahora sólo quedaba un día para ello. Entonces, pensó en visitar los sitios de otros países. Seguramente encontraría algo en algún sitio norteamericano, donde los geeks gringos nunca paran, incluso al filo de la muerte. Bueno, al menos eso es lo que lo que dejan entrever sus películas. Así fue que, al intentar ingresar a un portal estadounidense, no lo logró. Simplemente, no podía ingresar a la página web. “¡Maldita sea!”. Intentó más, intentó volver, intentó nuevas direcciones. Nada. La energía del no-break, al que estaba conectado el módem, se había terminado. Frustrado, se quedó ahí sentado en la orilla de su cama.

En la calle, caminó primero sin rumbo, dando tumbos, tropezando de repente. Una inmensa fatiga se le acumulaba y él no deseaba saber nada más. Su propia saliva sabía mal y percibía un olor añejo en cada respiro. Sucio y desaliñado, David intentaba mantener la cordura y repasar sus opciones. Sin embargo, al cabo de un rato, su mente empezaba a divagar. Un ruido. Grullidos provenientes de la siguiente esquina. Se agachó atrás de un auto. Su mirada se perdió a lo lejos. Pensó en la tarea de aquella estúpida materia, la cual debía entregar mañana sino el profesor seguro lo reprobaría. De por sí, aquel hombre le tenía tirria. Otro ruido. Todavía más cerca. La vieja tía Esther, su único pariente en la ciudad, lo había invitado a desayunar aquellos deliciosos chilaquiles el próximo sábado. No podía quedarle mal. Cierto era que debería soplarse toda una sarta de historias, tantas veces contadas, pero los chilaquiles de la tía bien que lo valían. Los ruidos desaparecieron. Levantó la cabeza y el mismo panorama gris seguía a la vista. El cielo igual de tupido que ayer. Poquísima luz solar atravesaba los espesos nubarrones.

A lo lejos, vio una silueta humana. Una mujer. Una joven de su edad, igual de sucia y desaliñada. ¿Quién no podía estarlo en estas condiciones? Además, qué demonios importaba si estaba uno recién bañado y con sus mejores ajuares. Idiota. ¡Había alguien más vivo! Primero con cautela, caminó por la banqueta, pegado a los tantos automóviles estacionados en aquella avenida. La chica, también con cautela, iba nerviosa, pegada a la pared. Volteaba a todas partes, intentando mirar algo extraño en aquel ya natural cuadro gris. Después, la impresión de tener a otro ser humano en frente, después de esta catástrofe, acaparó a David, quien corrió hacia la chica. La chica se detuvo de repente y emprendió la huída. Seguramente, reaccionó cuando volteo la primera vez y vio a un joven contemporáneo dirigirse hacia ella. Los dos estuvieron frente a frente. Sonrieron. La chica no hablaba. Se dirigieron a una tienda cercana. Necesitaban comida. En la tienda, seguramente, habría comida. David preguntaba mil cosas y hablaba sin parar, como si fuera su última oportunidad de hacerlo. La chica sólo lo observaba. Hubo un momento donde sus manos rozaron, al querer tomar las mismas frituras en un estante. Fue ahí donde los ruidos volvieron. La chica abrió sus bellos ojos con miedo y echó a correr hacia fuera de la tienda. David se quedó pasmado. Una gran sombra atravesó por los ventanales de la tienda y, cuando la chica salió por la puerta, se la llevó consigo a la oscuridad. Un grito de mujer taladraba la cabeza de David. Una segunda sombra sobre ella. Se oía como todo se rompía en ella. Los gritos derivaron en quejidos y luego en silencio. David seguía pasmado. La primer sombra volteó hacia la tienda y lo vio ahí parado. Sin darle tiempo siquiera de moverse, se abalanzó sobre él. David gritó como no lo había hecho en su vida.

Despertó. Se había quedado dormido en su cama. Estaba empapado en sudor y apenas podía mantener calma su respiración. Se tranquilizó. Abrió los ojos y un niño lo observaba al pie de su cama. El niño sonrió. Una sonrisa terrible. Movió sus ojos hacia la izquierda de David. David siguió su mirada. Se encontró con ella. La chica muerta, sin ojos ni nariz, sin un brazo y con las vísceras por fuera, ahí a su lado. David gritó como no lo había hecho en su vida.

Despertó. Empapado de sudor y orinado, David se tocó. Quería comprobar si ya estaba despierto. Parecía ser que sí. Nadie podía asegurárselo. No había nada alrededor. No había niño ni ella. Sólo el silencio imperturbable del que está solo en el mundo. El foco de su computadora había dejado de parpadear. Ahora, más que nunca, su recámara se hundía en la penumbra total. Se sintió mojado por los mil líquidos naturales que traía encima. Pensó en bañarse, pero qué sentido tenía. Parecía ser que sí estaba despierto. Pronto habría de entender que estar despierto no era, al final del día, la mejor de sus opciones. Posiblemente, no era mucho mejor que sus peores pesadillas. De cualquier forma, no había más que hacer, pues le había tocado esta situación y, como una vez dijo tía Esther: “En la vida no nos queda más que afrontar las cosas conforme se vayan dando”. Crujidos en la vieja casona, podían confundirse con los pesados pasos de aquellos seres. No eran más que los crujidos de la vieja casona, que se negaba a dejar de existir en un mundo que dejaba de existir. Su celular. Lo recordó. Lo sacó de su bolsillo y presionó el botón de encendido. La tenue luz del celular abarcó su recámara, que ya empezaba a alumbrarse por otra tenue luz, la del exterior. El exterior grisáceo, nublado, callado y triste. Un advertencia de mensaje apareció en la pantalla de su teléfono celular.

[Continuará...]

Jerr. Abril 13, 2008.

3 comentarios:

Patricio dijo...

Valio la pena la espera, pero ya, acabalo. Muy bueno, realmente.

Patricio dijo...

Una pregunta, la tía Esther era la Maestra Gordillo???

Jerrophus VII dijo...

¡Caray! Sólo digamos que la Tía Esther tiene una propiedad en Polanco, que renta a un grupo de inquilinos, y se dedica al negocio más redituable en nuestro país.