febrero 27, 2008

No dolerá

Salió de aquella puerta lúgubre y oscura. Lo alcanzó a ver de reojo. En realidad, no quería voltear a verlo, pero la inquietud no la dejaba, la curiosidad no cedía. El terror la acaparó. Ahí estaba él con esa sonrisa loca, frenética. La tenue luz que iluminaba aquel cuarto del horror alcanzó su figura y lo pudo ver mejor. Ya no sólo era la sonrisa malvada la que podía ver, sino todo su cuerpo. El cuerpo en el que no quería repasar, pues alguna vez estuvo ahí. Escondía algo. Su mano permanecía detrás de él. Se acercó más y más. Dejó de intentarlo cuando vio que era insuficiente, pues la había amarrado con el absoluto cuidado del que no quiere que su presa huya. Lo único que podía intentar era mover la mirada a otro lado o cerrar los ojos. Intentaba evadir la imagen para evadir la realidad. No podría. El hecho era que estaba ahí, en aquel momento, con aquel monstruo, que pensó había dejado atrás. Cuando estuvo en el ángulo adecuado, con la luz completa sobre sí, sacó la mano para que ella pudiera verlo. Ella cerró los ojos. Imaginó una pistola o cualquier tipo de arma para amenazarla. Lo que vino fue peor: su brazo. Ahí estaba el brazo cercenado de su amor. Mutilado justo por debajo del codo, habiendo cortado con verdadero rigor quirúrgico los huesos cúbito y radio, aunque lo hizo mientras estaba vivo. Levantó el brazo. Lo puso frente a su cara y, apenas moviendo los labios, le dijo: “Lo siento. Tuve que irme de paseo.”

La escena era perversa, sanguinaria, macabra. Él estaba fascinado. No, más que eso. Estaba extasiado. Estuvo al borde del orgasmo cuando lo vio gemir y retorcerse como la sucia rata que era, como el mugroso gato mediocre que rogaba por su vida. Gemía de dolor. Primero le cortó los genitales con particular sadismo. Después, fue quitándole extremidad por extremidad. En vida. Pero lo mejor fue antes, cuando le hizo decir una serie de sinrazones para hacer sufrir a quien lo esperaba en el otro cuarto. Aquel sumiso y estúpido patán no había tenido los cojones suficientes para oponerse a la tortura decentemente. Siempre contestó lo que él quiso. Siempre rogó por su vida. Siempre le faltó dignidad. No podía sentirse más feliz. No podía dejar de pensar que cumplía su cometido. Le pareció un magnífico detalle llevarle un recuerdo del que fue su amado a la que esperaba en el otro cuarto. Había aprendido. Había tenido años de enseñanza metódica para llegar a este día. Cortó una buena parte del brazo, dejando intacta la mano que ostentaba el anillo de bodas, para llevárselo a quien lo esperaba. La paciencia infinita había dado frutos.

El cuarto oscuro y sombrío se había vuelto peor. Ella gritó desesperada, pero era claro que nadie la escucharía. Quizás lo hacía para sentirse viva todavía. Él se le acercó y mientras le tocaba un seno con lujuria, recorrió con la lengua su mejilla y le dijo al oído: “Tranquila.” Se alejó de ella. La observaba como un animal curioso reconociendo lo extraño. Lo vio ladear ligeramente la cabeza y sonreír. De nuevo la sonrisa que podía desarmarte, para bien o para mal. Él aventó el brazo como si fuera cualquier basura y se limpió unas gotas de sangre de la cara. Respiró profundamente. En su rostro se dibujó un semblante de satisfacción. Tomó unas tijeras de la mesita en el rincón. Cortó su ropa y, después, acarició con el filo de las tijeras su cuerpo. Ella temblaba por el frío y el miedo. Más por el miedo. Llegó el punto en que no sentía el frío. No sentía nada. Sólo podía pensar en cómo había llegado hasta ahí. En por qué tuvo que haber hecho lo que hizo para merecer esto. Porque, al final del día, ella había desatado las fuerzas del mal. Una profunda ira la llenó. Ira por el idiota de al lado que no supo otra cosa más que injuriarla para intentar salvar su vida. Ira por el loco imbécil que ahora la torturaba a ella. Volteó a verlo con esa ira. Él se detuvo. Por primera vez, vio una expresión de angustia y temor en él.

¿Cómo podía verlo con aquella mirada por la que aún podía ser capaz de todo esto? Esa mirada, la que alguna vez amó. Se movió rápidamente. No quería ver esa mirada otra vez. Ella empezó a gritar nuevamente, pero esta vez los gritos no eran de dolor ni de horror, sino de ira. Temió. Tomó una pelota, que podía caber en su boca. Tomó cinta de aislar. Tomó una venda. Introdujo la pelota en su boca. La amarró con cinta de aislar. Después le vendó los ojos. Finalmente, sin que ella pudiera darse cuenta de ello, preparó la inyección.

Cuando le puso la venda en los ojos, desesperó. Quería gritar pero no podía. Quería salir corriendo pero no podía. Quería llorar y lo hizo. Las lágrimas brotaron y brotaron, pero las detenía la venda en sus ojos. Se sentía sucia, acabada y miserable. Sintió un piquete en el brazo. La oscuridad total.

Listo. Cuenta saldada.

Pudo escuchar el trinar de algunos pájaros. Seguramente, aún tenía la venda en los ojos porque no veía nada. Tampoco podía hablar, pero sentía que algo le faltaba. Mucho le faltaba. No sentía los brazos, a partir de los hombros. Escuchó cómo se quebraban algunas ramas secas y pisadas sobre hojarasca. Sintió que alguien se le acercó. Su verdugo le dijo quedamente al oído: “Antes de que todo esto empezara, prometí que no te dolería... físicamente. Te anestesié y lo hice como todo un profesional. No tienes ojos. No tienes lengua. No tienes brazos. Si logras salir de ésta, será difícil que puedas decir quién fue el culpable. Si logras salir de ésta, porque igual, ante tu situación, hay quienes preferirían la muerte.” Intentó hablar, gritar, insultarlo, maldecirlo, pero ahora era claro: no tenía lengua. No podía mover los brazos. Ya no los tenía. Además, no podía ver. Se tiró al piso y gimió. Ahí se quedó, en medio del bosque. Lejos, muy lejos de la casucha, donde todo ocurrió. Lejos, muy lejos de la salvación, de la felicidad, de la vida.

Subió a la destartalada camioneta, que habría de quemar en cuanto llegara al baldío aquel, a las afueras de la ciudad. La última vez que puso su mirada sobre ella, se había tirado al piso. Gemía y se retorcía como un gusano. Él sintió una plena satisfacción. Sintió que el peso que había llevado a cuestas por tantos años se desvanecía. Subió a la destartalada camioneta. Pensó en que no debía olvidar quemarla, aunque posiblemente no habían registros recientes de ella. No quiso voltear. Ya no más voltear al pasado. Suspiró y, al poner en marcha el vehículo, susurró a sí mismo: “Por fin. No dolerá.”

Jerr. Febrero 27, 2008.

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