junio 04, 2007

Un fragmentito de Los Tres Mosqueteros

Por lo demás, o nosotros hemos presentado mal el carácter de nuestro aventurero, o el lector ha debido ya observar que Artagnan no era un hombre vulgar. Así pues, aun diciéndose que su muerte era inevitable, no se resignaba a morir tranquilamente como lo hubiera hecho en su caso otro menos valeroso. Reflexionaba acerca de los diferentes caracteres de sus adversarios, y comenzó a ver claro en su situación. Esperaba, gracias a las leales excusas que le preparaba, hacerse amigo de Athos, cuyo aire grave y aspecto de gran señor le gustaban mucho. Se lisonjeaba de asustar a Porthos con la aventura de la bandolera, que, podía, si no era muerto en el acto, referir a todo el mundo, cubriendo a Porthos de ridículo. Por último, en cuanto al maligno Aramis, no le inspiraba gran temor, y suponiendo que llegara hasta él, se proponía vencerlo bien y pronto, o al menos, hiriéndole en la cara, como César recomendaba a sus soldados que hiciesen con los de Pompeyo, destruir para siempre aquella belleza de que estaba tan orgulloso.

Por otra parte, había en Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían filtrado en su corazón los consejos de su padre, consejos cuya síntesis era no sufrir nada de nadie que no fuera el rey, el cardenal o M. de Tréville. Así pues, dirigióse al convento de Carmelitas Descalzos, edificio sin ventanas, rodeado de campos áridos, que servía generalmente de teatro a los duelos de las gentes que no tenían tiempo que perder yendo a otro más distante de París.

Alejandro Dumas, Los Tres Mosqueteros.

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