septiembre 18, 2007

Lo frustrante de la soledad

Salió aquel día de su apartamento con la gabardina bien puesta y el ánimo caído. Había permanecido en cama dos días seguidos, tras la frustración que sólo puede provocar el amor. Esa misma frustración que evita las sonrisas y desincentiva los esfuerzos. Por fin salía del autoimpuesto encierro y no se sentía bien del todo. Sin embargo, algo le indicaba que no podía seguir detenido ante lo inexorable de la vida y es que este tipo de cosas siempre ocurren. Al menos a él siempre le ocurrían.

Tomó sólo un vaso de leche fría. De hecho no había nada más en el refrigerador y siempre fue así. Estaba demasiado metido en su mundo; un mundo formado de sus investigaciones, sus lecturas, sus sanas aficiones, sus letargos constantes y sus secretos más íntimos. Entre ellos, los romances fallidos. Estaba tan metido en su mundo tan personal que pocas veces recordaba lo demás que tenía que hacer. Siempre pensando en los cómos y los porqués de todo aquello que aprendía y se proponía conocer a fondo. Por eso, quizás, no le dedicaba el tiempo suficiente a conocer a los demás. Vivía una especie de feliz soledad que le acomodaba bastante a gusto. Sólo que el día llegó en que conoció el amor por primera vez. Fue algo meramente casual. Ella se topó de frente con él, un día en la calle, y él se perdió en el brillo de sus ojos. Un ojos grandes y hermosos. Nunca se había topado con algo tan limpio y puro en toda su existencia. Tan expresivos. Tan únicos. De repente, el amor se dio y él fue feliz. Supuso que ella también lo era, pero más tarde que temprano se dio cuenta que no. Sin explicación alguna para su insaciable intelecto, ella se fue. Él se quedó solo.

No tardó en encontrar quien se interesara en él, pues en realidad siempre resultó atractivo para varias mujeres. Su extraña forma de vida y su inquietante forma de pensar lo volvían un espécimen para casarse, perdón, para cazarse. Así fue que salió con una tras otra tras otras tras otra y tras otras. Una de esas veces, encontró a una que parecía llenarlo otra vez, del mismo modo que lo hizo la primera a la que amó, pero, como siempre ocurre, eventualmente conoció defectos y para él eran insuperables. Al principio, los pasó por alto y aprendió a vivir una felicidad a medias con quien, también a medias, hacia el esfuerzo de una vida de pareja. Finalmente, la desesperación pudo más y un día, sin más, él tomó sus cosas y salió hacia un viaje de reencuentro consigo mismo. Tuvo que aprender que la paciencia importa, que las heridas deben sanar y que más vale no construir castillos de naipes.

Su decisión no tuvo un fuerte cimiento. No quería sentirse solo. Siempre estaba solo en su mundo y eso ya no le gustaba. Recordaba el calor de la primera relación donde existió amor y quería recuperar esa sensación de plenitud. Quería recuperar la fuerza que da el sentirse completo sentimentalmente, el entender que hay alguien por ahí que se preocupa por uno y que lo entiende y lo necesita y lo desea. Quería sentirse amado otra vez. La solución no era acelerar el paso, pero la vida lo aceleró. Eso creyó él. Se encontró con alguien más, un día en un café. Mientras observaba su computadora, una mujer hermosa pasó frente a él. La mujer detuvo su mirada en él y le insinuó su interés. Poco ducho en esas cosas, él ignoró el coqueteo y aparentó seguir leyendo en su computadora. Hubo un momento en que no pudo más y volteó a ver a la joven, ésta lo descubrió mirándola y lo abordó. Se fueron a la cama aquella misma tarde. Un deseo inexperimentado lo arrebató y la tomó con una mezcla de desesperación, angustia, pasión y desenfreno que no había experimentado antes. Ella se fue y más rápido que nunca. Y él se descubrió solo una vez más. Se había hecho grandes ilusiones en una sola salida y descubrió lo bello de lo efímero. Su frustración lo postró en su cama dos días.

Alguien le preguntó unos días antes de conocer a la casual: "No entiendo. ¿Por qué no tienes novia?". Él rió internamente y respondió para sí mismo.

Salió aquel día de su apartamento con la gabardina bien puesta y el ánimo caído. Respiró un poco de aquel aire fresco de la mañana. Por un momento, tuvo la esperanza en que el tiempo daría la tan anhelada respuesta a su desasosiego. Sí, más valía intentar estar verdaderamente solo y sanar las heridas. Esta vez sí. Entonces, una nueva mujer se atravesó en su camino y le pidió la hora. Él le sonrió, sonriéndose a su vez. Sólo él sabía.

Jerr. Septiembre 18, 2007.

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