Sentado en aquel espectacular, en medio del Periférico, sentí perderme en el gran vacío de la vida.
En realidad, nunca supe de dónde saqué el valor. Sencillamente, aquel día, tomé mis cosas y salí de casa sin rumbo fijo. Me puse a caminar sin rumbo, apreciando la naturaleza a mi alrededor y sintiendo la fresca brisa invernal en mi rostro.
Llegué al Anillo Periférico al atardecer. Subí con mucho esfuerzo, pues el cansancio ya me agobiaba, un puente peatonal desgastado y rodeado por estructuras de la próxima magna obra. La inquietante falta de automóviles (en un lugar donde podría faltar todo, menos automóviles) me hizo sentir un malestar en el estómago, casi como cuando comí aquellos tacos a las afueras del metro. Quizás, y sólo quizás, fueran los mismos tacos que comí pero en aquel paradero de camiones. No le di mayor importancia y, tras esos minutos, terminé de cruzar el puente.
Vi un gran espectacular frente a mí, cuando bajé del puente. Y así como así, subí las escaleras a un costado. Me instalé en la cima de la estructura de metal. Observé el horizonte y, finalmente, me perdí de mi propia conciencia. El gran vacío de la vida. La nada.
Sirenas de ambulancia.
enero 10, 2009
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