noviembre 14, 2008

Un fragmentito de El testigo

Paola estaba al tanto de esa oportunidad perdida, la única sombra antes que ella. Conoció a Julio cuando parecía un huérfano con más deseos de ser adoptado que de ligar. Por suerte para ambos, ella asoció su insoportable tristeza con la cultura mexicana. Había leído El laberinto de la soledad y se disponía a traducir a autores de ese país desgarrado, que reía mejor en los velorios. En los ojos de Julio vio el culto a la muerte y la vigencia de los espectros. Poco después, en el diván del psicoanalista, entró en una fase de regresión y también asoció a Julio con algunos perros perdidos en las películas de Walt Disney y el inolvidable peluche que dejó en la costa amalfitana y no pudo recuperar. A partir de ese momento, los gestos inermes de su joven marido le resultaron menos interesantes y codificados. Detestó descuidos y torpezas, pero aceptó quererlo por ellas. Incluso elogiaba la defectuosa manera de cuidar sus manos. Julio no podía cortarse las uñas sin olvidar alguna. Días después, descubría que el índice o el meñique no habían pasado por la poda. A esa uña absuelta le decía el Testigo.

Juan Villoro, El testigo.

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